El lado oscuro de la ayuda
Juan se fue diez días de viaje por trabajo. Es así, cada dos meses tiene un viaje de trabajo y mi vida colapsa. El año pasado viajó seis veces. Este año ya viajó tres. El primer viaje fue un mes después de que trajimos a los bebés a casa. Para mí fue durísimo, porque no estaba organizada: no tenía rutinas ni tenía niñera. En ese viaje conocí la maravillosa figura de la nurse: una enfermera que se ocupa de los bebés de noche mientras los padres duermen. Claro que esto fue posible porque habíamos ahorrado suficiente dinero como para pagar el carísimo servicio durante sus viajes. En ese momento, todavía me sacaba leche y dejaba las mamaderas listas. La nurse se ocupaba de alimentar a los bebés cada tres horas mientras yo dormía plácidamente. Era la época en la que los bebés todavía eran como amebas. Demasiado acostumbrados a neonatología, donde había pasado sus primeros meses de vida rotando entre una enfermera y otra, les daba lo mismo quién los alimentaba de noche, no tenían ningún apego conmigo y cualquier brazo los confortaba.
La cosa se fue poniendo más difícil a medida que crecieron hasta que llegó un punto en el que no servía de nada gastar el sueldo de un mes en una nurse porque los bebés solo querían estar conmigo y no se calmaban con nadie más. El apego era feroz. Por eso, desde hace más de un año, cada vez que Juan viaja es agotador para mí. Además, siempre que viaja los bebés se enferman. Sin ir más lejos, el año pasado, durante un viaje a Mexico, internaron a Luca por bronquiolitis. Pasé diez días en la clínica con él mientras Dante dormía con la nurse. Hubo dos noches en las que, muerta de cansancio y extrañando a mi otro hijo, dije que la nurse era mi tía y se quedó ella en la clínica.
De todas formas, no quiero hablar de la nurse. De lo que quiero hablar es de mis padres, de su ayuda y del lado oscuro de la ayuda. Ya hablé en otras oportunidades sobre mi madre y la relación tensa que hay entre nosotras. Mi madre no es de esas abuelas que se quedan todo el día con los nietos mientras su hija se va a trabajar. Ella ayuda, pero después de tres horas se abruma. No la critico por esto, es grande, tiene 75 años, pero su cansancio trae muchos problemas, porque no hay nada peor que dos mujeres al borde de un ataque de nervios.
Cuando Juan viaja no me queda otra alternativa más que pedirles a mis padres que me acompañen desde que se va la niñera, por la tarde, hasta que los bebés se duermen, a la noche. Es la famosa hora de las brujas en la que hay que bañarlos, darles la cena y hacerlos dormir. Lamentablemente con mellizos es imposible hacerlo sola, al menos ahora que tienen un año. Siempre se necesitan extras. Ahí es donde entran en escena los abuelos. Incondicionales, vienen todos los días. El tema es que esa ayuda gratuita tiene un precio: sentirse con libertad de opinar sobre todo. Y cuando digo todo es absolutamente todo: que por qué los bebés duermen siesta durante el día, que por qué usan esas remeras que les quedan cortas, que por qué tienen el pelo tan largo, que por qué la cortina de baño está manchada y no la cambio, que por qué no diluyo lo suficiente el detergente, que por qué comen brócoli, que por qué uso esa marca de pañales, que por qué no les pongo la tele para cenar, que por qué no los alimento con pasta rellena, que por qué, que por qué y que por qué. Y lo peor es el tono: porque no es un “que por qué” sino un “Laura (así me llaman mis padres, a pesar de que todos me dicen “Ana”) ¡estos chicos duermen demasiado durante el día!; Laura, ¡tiene la remera manchada!; Laura, ¡mirá cómo tiene las uñas!”.
Y yo hago oídos sordos y aguanto hasta que en un momento colapso y les digo que agradezco su ayuda pero que por favor no me digan cómo criar a mis hijos y ahí se arma la tercera guerra mundial. Se ofenden, dicen que soy una desagradecida y otros rótulos con los que cargo desde que soy una niña. Durante el último viaje de Juan se ofendieron muchísimo al punto de que montaron una escena y se fueron de mi casa en mitad de la cena, indignados y despechados. Es difícil hablar cuando el otro no tolera ninguna crítica. Ya probé todas las estrategias posibles. A mi mamá la cité un día en un restaurante con un ramo de flores, la invité a almorzar y le dije de la manera más dulce posible que aprecio su ayuda pero que no me gusta que opine sobre mi forma de criar. Dijo que lo iba a tener en cuenta. Pero evidentemente no lo tuvo en cuenta o se olvidó porque sigue sucediendo lo mismo.
Siempre digo que en el próximo viaje de Juan voy a limitar la ayuda y después no lo consigo y termino recurriendo a ellos. Me pregunto si a todos les pasa lo mismo con sus padres. Por un lado, me da culpa porque muchas personas no cuentan con abuelos y siento que no tengo que criticar tanto. Tengo amigas que tienen padres que trabajan y no se pueden ocupar de sus nietos. Otros, como Juan, directamente no tienen padres. Pero después suceden estos viajes en los colapso porque todo lo que puede salir mal sale mal y que mi mamá no se pueda poner en mis zapatos y respetar mis deseos, sin confundir los roles de madre y de abuela, me apena muchísimo. Me pregunto por qué a nuestros padres les resulta tan difícil aceptar una crítica y les parece ofensivo que de forma tranquila uno diga “Esto me molesta, no lo hagas por favor”.
Tal vez el error sea esperar que cambien. De chica, cada vez que protestaba por algo me castigaban y me encerraban en mi habitación. Venimos de una generación de padres que no están acostumbrados a escuchar a sus hijos, que creen que siempre tienen la razón. Incluso cuando los hijos son adultos resulta imposible a veces hablar de igual a igual. ¿Es porque no pueden ver a los hijos como pares una vez que crecen? ¿Y quieren seguir ejerciendo autoridad? ¿O es porque viven ese planteo como una falta de amor y de agradecimiento?
Mi vecina astróloga dice que “Los hijos son los grandes maestros de la vida”. Creo que si uno ve las cosas de esta forma se puede enriquecer muchísimo. Al mismo tiempo, entiendo que mis padres pertenecen a una generación verticalista que piensa que contradecirlos es una falta de respeto. Tampoco cuentan con herramientas de autocrítica, introspección e inteligencia emocional. Mis padres no tienen los recursos que tengo yo para pensar y reflexionar. Me gustó el argumento de una película argentina sobre la que leí en el diario: una mujer de 75 años se despierta un día convertida en una niña de ocho y va al reencuentro con su hija con quien no se habla desde hace años para sanar viejas heridas. ¿Cómo cambiaría la forma de ver a nuestros padres si pudiéramos verlos como niños en vez de adultos? ¿Cómo podríamos poner en práctica con ellos esa mirada compasiva que uno tiene con los más pequeños? No les podemos pedir a nuestros padres que cambien a esta altura de sus vidas. Tal vez lo mejor que podemos hacer es aceptarlos como son y tratar de no repetir los mismos errores con nuestros hijos.