Los Scalisi
Mi mamá no estaba de acuerdo conmigo. Para ella Leandro era el más lindo de los Scalisi. Leandro era el hermano del medio y se parecía a Louis Garrel: altísimo, flaco, de pelo castaño y nariz pronunciada. Manuel era el mayor. A mí me gustaba Iñaki, el más chico, que era un año más grande que yo. Mi mamá conoció a su mamá, Mónica, en un viaje en avión antes de que yo naciera. Su marido era piloto de aviones, al igual que mi papá. De chica, yo admiraba a Mónica. Me daba cuenta de que no era como el resto de las amigas de mi mamá. Era una mujer interesante. Leía, tocaba la guitarra, bailaba tango… Mónica era todo lo que yo quería ser de grande.
Visitábamos seguido a los Scalisi. Vivían en un ph en Olivos, frente a las vías del tren. Esa casa laberíntica, a la que se accedía por unas escaleras caracol, me parecía mágica. Tenía dos pisos y una terraza gigante con vista a las vías donde los chicos tenían a una tortuga de mascota que sometían a todo tipo de padecimientos. La casa tenía muchos sectores de sombras, porque unas palmeras cerca de las vías tapaban la luz del sol. Eso también me fascinaba. Eso y el olor a varón. No sé cómo describirlo. Las casas en donde viven muchos varones tienen un olor distinto.
Cuando yo tenía seis años los Scalisi se mudaron a Suiza. Su papá tuvo una oportunidad laboral en una aerolínea europea y emprendieron la aventura. Se fueron a vivir a Zurich sin hablar alemán. A los pocos meses de instalados, fuimos a visitarlos. Mi papá tenía pasajes gratis por ser piloto y era la época del 1 a 1, así que en el otoño europeo nos instalamos allá. Lo primero que me sorprendió fue lo diminuto que era su departamento. Era un tercero piso por escalera y los chicos compartían habitación: los mayores dormían en camas marineras e Iñaki dormía en la cama carrito de abajo. Después de las nueve de la noche teníamos que hablar en susurros para que los vecinos no se quejaran. Ni siquiera se podía tirar la cadena. Los domingos no se podía hacer nada ruido ni lavar la ropa. Nosotros, los niños, sabiendo que los vecinos eran tan susceptibles nos divertíamos con lo que más les molestaba: jugando al ring raje.
En Suiza los chicos andábamos solos. No había robos y los automovilistas respetaban a los peatones. Zurich era un paraíso para los niños. Los fines de semana hacíamos planes alemanes: prendíamos un fuego en el bosque y cocinábamos salchichas, que después comíamos sosteniéndolas con ramitas encontradas en el piso. Me gustaba mucho ir a Suissminiature, una reproducción de Suiza con cientos de edificios a escala, al aire libre, con vista a los alpes. En Suiza la gente dejaba las cosas que ya no usaba en la calle, desde muebles hasta ropa y calzado. Aunque estuvieran en perfecto estado a nadie se le ocurría venderlas. Así los Scalisi fueron amoblando la casa con muebles de primera calidad. Una vez encontramos un skate y unas botas como las que usaba Michael Jackson en la puerta del edificio. Leandro enseguida se calzó las botas, yo agarré el skate. Iñaki iba para todos lados con un osito. Era el nene más dulce que existía.
Cuando volvimos de ese viaje nos escribimos muchas postales y nos mandamos cassettes por correo. En ellos, Mónica contaba sobre la vida en Suiza y le daba la voz a los distintos miembros de su familia: Daniel, su marido, pero sobre todo a los chicos. También tocaba la guitarra y cantaban con Iñaki. Un tema que les salía muy bien era “My Bonnie Lies over the Ocean”. Yo escuchaba esos cassettes una y mil veces antes de dormir.
Dos años después, volvimos a visitarlos. Los chicos ya estaban completamente adaptados al estilo de vida suizo y tenían una pandilla de amigos. Hablaban perfecto alemán. Uno de los amigos, Philipp, me cargaba siempre con Leandro. Para mí era obvio que me gustaba Iñaki pero me daba vergüenza decirlo. Mi mamá decía que la que más sufría era Mónica, que no se adaptaba a la frialdad de la gente y que estaba muy sola. Para ocupar sus días se puso a dar clases de español. Este segundo viaje fue mejor que el anterior. Me fascinaba hacer planes solos, sin adultos. Salíamos del departamento a la mañana y volvíamos para comer. No había celulares pero nadie pensaba que nos podía pasar algo malo.
El año siguiente los Scalisi se vieron obligados a volver porque Daniel perdió el trabajo. Supuestamente hizo algo en la cabina que no era grave ni peligroso pero que no coincidía exactamente con el protocolo y un compañero lo botoneó. La empresa no tuvo ningún tipo de tolerancia y lo despidieron. Los Scalisi volvieron a la Argentina sin trabajo, sin encajar del todo en su país de origen y con una crisis matrimonial a cuestas. Se mudaron a un edificio en una manzana con torres tipo vivienda comunitaria, en un piso muy alto, en Villa Ballester. Los chicos fueron a un colegio alemán. Cuando fuimos a conocer el departamento me encontré con un Iñaki distinto: preadolescente. Jugamos al Juego de la vida y cada vez que alguien tenía un hijo él decía “hicieron ñaca ñaca”. Yo me sentía decepcionada.
Mónica y Daniel se separaron un año después y la relación con mis papás se cortó. Entendí que la separación había sido acelerada, en parte, por otra mujer. Daniel pronto tuvo una hija con ella. Creo que mis papás no supieron cómo manejarlo o no quisieron tomar partido. Era el primer matrimonio de amigos que se separaba. Mi papá siguió hablando con Daniel por un tiempo y mi mamá con Mónica, pero dejamos de hacer planes y dejé de ver a los chicos. Muchos años después, cuando cursaba la secundaria me enteré de que Iñaki había sido papá. Tuvo una hija a los 17 años con una chica con la que estuvo una vez en una fiesta. Eso me rompió el corazón.
Cuando conocí a Juan y me dijo que había ido a un colegio alemán y que había vivido en Alemania me hizo acordar a Iñaki. No solo se le parecía físicamente sino que tenía esa independencia y autonomía que solo la crianza alemana otorga. Hace poco estaba en el supermercado y se me acercó un chico con un labrador negro. Se dirigió a mí por nombre y apellido. “Soy Iñaki”, dijo. Me gustó que se identificara con su apodo. Estaba parecido pero distinto, usaba anteojos de marco finito y su pelo rubio se había oscurecido por completo. Trabajaba como ingeniero en informática, vivía en Vicente López en pareja y no había tenido más hijos. Me contó que Leandro y Manuel estaban instalados en Alemania. Al poco tiempo, me contactó su mamá. Fue hermoso volver a conectar con ellos. Mónica seguía siendo la misma de siempre, llena de vitalidad y con la agenda repleta de planes. Estaba entusiasmada con la idea de publicar un libro y me pedía consejo. Volví a mirar las fotos de nuestros viajes a Suiza y me agarró mucha nostalgia. Nostalgia por querer viajar y no poder hacerlo, nostalgia por una infancia de mucho juego con la imaginación, sin pantallas. Pensé que me había convertido en una mujer parecida a Mónica y que mis hijos me recuerdan a ese nene dulce del osito que era Iñaki. Pensé que, quizás, algún día también pueda viajar con ellos a los alpes suizos y construir recuerdos tan mágicos como esos que quedaron impregnados en mí.



